Efemérides Venezolanas
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Jueves, 19 de Septiembre de 2013
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Leonardo De Vinci: Roma y Francia

   

"Partí de Milán a Roma el día 24 de setiembre de 1513, con Gian Francesco de Melzi, Salai, Lorenzo y Fanfaja." Un pequeño grupo de amigos y los más fieles de sus discípulos lo escoltan hasta la capital pontificia, donde se consagra la fama de los hombres ilustres. Florencia ha perdido la primacía artística de la que se enorgullecía bajo los Médicis; estos mismos Médicis están ahora en Roma, sentados en el trono de San Pedro con León X, que ha trasladado al Vaticano la atmósfera de alta cultura y elegancia que hasta hacía poco reinaba en el palacio mediceo de Via Larga y los jardines de Careggi. Pero León X no posee el ardor político ni el exquisito refinamiento que animaban al mecenazgo de su padre, Lorenzo el Magnífico. Los artistas, sin embargo, son todavía dignos de la gran tradición. Bramante, Rafael y Miguel Angel han obtenido el favor del Papa. Este consiente en que Bramante demuela la vieja basílica consagrada a San Pedro, ya que se construirá una nueva en su memoria. Protege al joven Rafael, a quien Bramante ha hecho venir de Urbino y cuyo arte sobrio y mesurado armoniza mejor con su gusto estético que el ardor tumultuoso e inquieto de Miguel Angel que acaba de terminar los frescos del techo de la Sixtina y se dedica a esculpir la estupenda tumba de julio II. En resumen, León X se muestra favorable a un tono de clasicismo cortesano análogo al que Lebrun hará triunfar, por las mismas razones, bajo el reinado de Luis XIV. Al parecer, la personalidad independiente y compleja de Leonardo lo lleva a inclinarse más naturalmente hacia el hermano del Papa, Julián de Médicis -amante sobre todo de las letras y las ciencias- a quien León X había confiado la mayor parte del poder temporal de la Santa Sede; así como Alejandro VI, había hecho de su hijo César Borgiá, el confaloniero y jefe de las tropas pontificias. Los trabajos que Leonardo había realizado al servicio de César lo señalaban naturalmente como el hombre capaz de realizar el gran sueño al cual Julián quería asociar su nombre: el saneamiento de las marismas pontinas, a las que quiere devolver su antigua fertilidad. Concocido es también el interés que sentía Julián por las ciencias y la alquimia, y probablemente esperaba encontrar en Leonardo un socio y un colaborador. Pero León X ignora a Leonardo durante los tres años que éste pasa en Roma. No figura entre los artistas empeñados en la decoración de San Pedro, o al menos en el Palacio del Vaticano y la Farnesina. El juicio de Castiglione, muy bien visto en la corte, asombra por su incomprensión, pero atestigua un estado de ánimo casi general: "Otro de los primeros pintores del mundo desprecia ese arte en el que es excepcional, puesto a aprender una filosofía en la que figuran conceptos tan extraños y nuevas quimeras que no sabría pintarlos ni con todo su arte." Sin embargo, los aficionados menos desconfiados no olvidan que Leonardo es pintor: realiza el retrato de la duquesa de Avalos y dos pequeñas Madonas, perdidas como tantas de sus pinturas, realizadas para el datario pontificio Baldassare Turini. En compensación, Leonardo debía realizar trabajos de ingeniería para su protector: construcción de caballerizas, de un aparato para acuñar moneda y un plano de fortificaciones para Plasencia y Parma. A éstos se agregaron dos grandiosos proyectos que no llegaron siquiera al comienzo de su ejecución: el desecamiento de las marismas pontinas y la reconstrucción del puerto de Civitavecchia. Tal es el balance de las obras realizadas por Leonardo en tres años. De ellas sólo nos queda un mapa de la región de las marismas pontinas dibujado con esa misma precisión que anima, de modo tan singular, sus paisajes.

La cartografía lo ayudaba a captar mejor la fisonomía y el "alma" de un terreno. Sentía latir hasta el menor relieve de valles y colinas, no sólo porque encuentra allí la historia de ese terreno y porque esos pliegues rocosos le hablan de las luchas entre los levantamientos del fuego y la erosión del agua, sino también porque un paisaje contemplado de esa manera se convierte en un retrato, el sello de un destino, el signo de una batalla incesante entre la tierra y el mar, entre el aire y la roca. En la poesía cosmológica de Leonardo, se confunden las preocupaciones del ingeniero y el artista.

La empresa del saneamiento de las marismas nunca tuvo más realidad que en el mapa, ni la reconstrucción de Civitavecchia tuvo mayor éxito. León X quería fortificar la ciudad para que pudiera dominar esa parte de la costa y servir como base naval. Se confiaron los trabajos a Antonio de San Gallo, experto en el arte militar, después de solicitar los planos a Bramante. Apenas Leonardo se interesa por el proyecto, éste se modifica y se amplía notablemente. Por esa época, estudió las antigüedades de Roma y Tívoli, que le inspiraron la fantástica idea de resucitar alrededor del puerto una ciudad antigua; el programa era demasiado ambicioso, y sólo se hicieron los trabajos necesarios para las fortificaciones. Mientras el grupo de Bramante trabajaba con presteza y monopolizaba todos los encargos, Leonardo, a quien se le había permitido construir solamente una caballeriza, vivía casi ignorado, pero la indiferencia del Pontífice favorecía en definitiva, su actividad científica. Si bien Leonardo reprochará a los Médicis el haberlo "destruido", éstos se mostraron en realidad como mecenas poco exigentes. Independiente, gracias a la pensión que le pasaba Julián, podía dedicarse totalmente a las investigaciones personales. La acústica, la óptica, la hidráulica y la anatomía ocuparon siempre su pensamiento. Los jardines del Vaticano le inspirarán cierto interés por la botánica. Observará las plantas con ojo analógico; en las ramificaciones vegetales reconocerá la figura de una cabellera o de un vertiginoso curso de agua. La circulación de la linfa y la germinación le sugieren otras fuerzas para incorporar a sus modelos hidráulicos. Experimenta también una singular pasión por los espejos y los juegos ópticos de todo tipo. En su residencia de Belvedere se dedica a un paciente pulido de lentes y cristales, fuente incesante de polémicas entre él y sus ayudantes. Disgustos que se agravan como consecuencia, quizás, de una acusación de sacrilegio hecha a propósito de las disecciones que Leonardo practicaba en el hospital del Santo Spirito.

Después de desposar a una princesa de Francia, Julián de Médicis se enferma, se retira a la Abadía de Fiesole y muere el 17 de marzo de 1516. Privado de su protector, tratado con frialdad por el Papa, Leonardo recordó oportunamente su pertenencia a la casa del rey de Francia, y que, en calidad de tal, había podido abandonar Florencia después del fracaso de la Batalla de Anghiari, contra la opinión de los magistrados de la ciudad. Luis XII había muerto el 1º de enero de 1515, pero Francisco I, a quien la victoria de Mariñán abrió las puertas de Italia, le conservó el favor real. Leonardo aceptó su invitación y abandonó Roma con el desapego del genio que no ha encontrado terreno propicio para su inventiva. Después de una breve estadía en Milán, llegó a Francia en otoño de 1516, en compañía de Salai y del fiel Melzi. Francisco I lo aloja en el castillo de Cloux, cercano al castillo real de Amboise. Era una deliciosa morada principesca, con el marco del Loira y sus islas, rodeada de enormes bosques y con una vasta llanura cubierta de ricos cultivos. Leonardo se encuentra allí en el centro de los grandes trabajos que debe emprender, de los grandes príncipes a los que debe servir, sumergido en una atmósfera verdaderamente "leonardesca".

Su título oficial es el de Primer Pintor, Arquitecto e Ingeniero del Rey. En efecto, durante los dos años del período francés de 1517 a 1519, desempeñará para Francisco I el mismo cargo de consejero artístico que había tenido junto a Carlos de Amboise. La independencia del pequeño castillo de Cloux le permite mantenerse apartado de la vida cortesana, pero Leonardo no se sustrae a ella. En Amboise, como en Milán, su genio multiforme lo convierte en el organizador natural de las diversiones principescas. Como en la época de su juventud, se complace en inventar decoraciones y vestidos, en organizar torneos y espectáculos refinados. Se reconoce su mano en los autómatas que aparecen en esos juegos, admiradísimos por sus contemporáneos. Por ejemplo, un león que animó una fiesta dada en Argentán, en Normandía, con motivo de la visita realizada por Francisco I a su hermana Margarita de Valois, a fines de setiembre de 1517: la fiera irrumpió en la sala donde estaba reunida toda la corte; su aire amenazante era tan natural que los presentes sintieron miedo. De pronto, detrás del León apareció un ermitaño que dio al Rey una vara; apenas Francisco I tocó tres veces al León con la misma, la fiera se abrió y de su pecho azul se vio surgir una profusión de flores de lis. Unos días más tarde, en el curso de otra fiesta relatada a la Serenísima (Consejo Gubernamental de Venecia) por el embajador veneciano Turrioni, el duque de Montmorency ofreció al rey un corazón que se abría mecánicamente dejando aparecer sobre un globo terrestre la figura alegórico del deseo. Los hombros y el dorso estaban cubiertos por una brillante armadura, que contrastaba con la seca y mísera desnudez de la parte inferior. El símbolo y el artificio revelan su inspiración leonardesca.

Esos trucos y artificios, esas fantasmagorías del genial "mecánico" no eran más que ingeniosas diversiones para complacer a un rey cuya hospitalidad no reclamaba nada a cambio, fuera de un hábito familiar de relaciones. Leonardo era extravagante y desconcertante, pero cortés.

En su nueva residencia se interesó por proyectos de grandes trabajos, y no nos asombrará que tuvieran por objeto la conducción del agua, uno de los problemas que le interesaron constantemente. No sabemos si Francisco I compartió sus puntos de vista y si resolvió sanear la Sologne desecada y unir por medio de canales las residencias reales del Valle del Loira. Leonardo, sin embargo, sueña con construir una especie de ciudad ideal en el corazón de esta red de aguas, en Romorantin, alrededor del castillo real. El "Palacio del Príncipe", rodeado de un inmenso pórtico, habría tenido salas para danzas y representaciones, cuyos accesos iban a ser embellecidos por grandes máquinas hidráulicas, dispuestas para fiestas y juegos de agua. En estos sueños grandiosos, como en el proyecto del Palacio de las Puertas de Milán, destinado antaño a Carlos de Amboise, el agua se hallaba presente de varias formas. No lejos del castillo, "el río de Romorantin" atravesaba una ciudad imaginaria, toda por construirse, y constituida -sugestión inesperada- por casas transportables, destinadas evidentemente a recibir el grán séquito necesario en toda estadía de la corte. Pero de los sueños de aquellos dos grandes emprendedores que fueron Leonardo y Francisco I no queda nada, si bien tuvieron un comienzo de realización. Sin embargo, el castillo de Chambord, ese primer y único ejemplo de arquitectura ideal del Renacimiento, fue inaugurado en 1519 y, por consiguiente, realizado durante la permanencia de Leonardo en la corte de Amboise. No es imposible que el vasto programa de Chambord haya recibido en algunos puntos la influencia de las sugestiones de Leonardo. Al menos, se ha creído descubrir en la escalera de doble revolución en torno a la cual se desarrolla el plano central, uno de los motivos predilectos de sus meditaciones de constructor.

¿Pintó algo Leonardo durante su permanencia en Francia? Es dudoso. Lo único que se sabe de cierto es que en Cloux tenía consigo algunos de sus cuadros. Es lícito creer que conservaba la Gioconda, una de las versiones de la Santa Ana y el San Juan Bautista. Esta última obra es quizás lo más "leonardesco" que produjo su arte, en el contraste que presenta con la sonrisa de la Gioconda, el andrógino y enigmáticos, personaje que surge del claroscuro. Este tipo de belleza masculina, propia de una fabulosa edad dora/da cercana todavía a la indefinición originaria, gustaba enormemente en Italia. El gran número de copias de ella indica que esta obra tardía fue pintada antes del viaje a Turena.

Los asombrosos dibujos del "fin del mundo", donde Leonardo representó la gran obra del agua en la naturaleza, visiones llenas de diluvios apocalípticos, tal vez son del último invierno que pasó en Francia. Al igual que las escenas de batalla, representan el equivalente figurativo de las imágenes verbales confiadas a los manuscritos. Pero esas imágenes de torrentes de agua que barren los bosques, derriban caballeros y sumergen ciudades son sometidas progresivamente a una imperiosa estilización. Corrientes, cascadas y tifones dejan de ajustarse a los modelos naturales cuyas analogías físicas Leonardo había buscado toda la vida, para formar con ritmos propios una danza, alucinante y fantástica de visiones.

El 2 de mayo de 1519 Leonardo de Vinci murió en la residencia de Cloux, asistido por su discípulo predilecto, Francesco Melzi, a quien hizo su ejecutor testamentario. Pero recién el 12 de agosto se realizó la inhumación en el claustro de la iglesia de Saint-Florentin de Amboise. El tiempo corroyó sus despojos y el féretro que los contenía. Pero se ha encontrado el acta de último episodio: "Fue enterrado en el claustro de esta iglesia el maestro Leonardo de Vinci, noble milanés, primer pintor, ingeniero y arquitecto del Rey, mecánico del Estado y antiguo director de pintura del duque de Milán. Se lo hizo el duodécimo día de agosto de 1519." Tal fue el destino de este hombre cuya memoria es inseparable de un personaje de fábula y que ninguna otra figura de artista ha realizado con semejante fuerza. Para terminar, recordemos la imagen de sí mismo que siempre quiso dar Leonardo: se presentó como un técnico, no como filósofo o humanista, pero dio a su actividad de artista y de ingeniero una nueva dignidad. En más de un aspecto, inició -en los últimos resplandores de la Edad Media- un nuevo tipo de hombre. Su apasionado interés por la fabricación de cosas y máquinas, considerada como clave de la naturaleza, fue el preludio de la inserción ontológica del hombre moderno en la tecnología.

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