Efemérides Venezolanas
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Jueves, 19 de Septiembre de 2013
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Winston Leonard Spencer Churchill: Contra Hitler

   

El retorno de los laboristas al gobierno, las repercusiones en Inglaterra de la "gran depresión" y las modificaciones de gobierno que ella implicó, señalaron el comienzo del largo alejamiento de Churchill del gobierno que debía prolongarse hasta el principio de la segunda guerra mundial. Señalaron también, en conjunto, un período de gran aislamiento de Churchill dentro del mismo partido conservador. Los motivos de esto se originaron en disensiones provocadas por la política interna, imperial e internacional En política interna, Churchill se opuso despiadadamente en 1929 al gobierno laborista -apoyado por los liberales- y conducido nuevamente por Ramsay MacDonald, quien bajo el acicate de las masas trabajadoras había propuesto la abolición de las limitaciones a las actividades sindicales impuestas después de la gran huelga general de 1926. El tono de la oratoria parlamentaria de Churchill asumió una violencia que superaba en muchos su habitual vivacidad y que era casi desconocida en la Cámara de los Comunes: "Recuerdo que, cuando era niño, me llevaron a ver el famosísimo circo Barnum, que exponía ante el público diversas rarezas y espectáculos monstruosos. El número que yo más deseaba ver era el del hombre sin espina dorsal, pero mis padres pensaron que el espectáculo sería demasiado chocante e impresionante para mi tierna edad; así, he debido esperar cincuenta años para ver al hombre-maravilla dar el espectáculo de su arrojo en el escaño del gobierno en la Cámara de los Comunes."

También el problema de la administración india fue una manzana de discordia bastante importante con la mayoría del partido Conservador. Al día siguiente de la primera guerra mundial, Inglaterra había iniciado una reforma que preveía la transferencia de algunos poderes del gobierno central a los gobiernos provinciales, en los que entraron a formar parte representantes de la población india. La aplicación de esta reforma había sido muy insatisfactoria, y entre 1920 y 1930 el movimiento nacionalista indio asumió un carácter masivo y reclamó la completa independencia del país.

El gobierno inglés convocó entonces la Conferencia de la Mesa Redonda, en la cual participaron también representantes del movimiento nacionalista indio y de la que surgió la propuesta de transformar la India en un dominio, con todo lo que esto implicaba en el plano legislativo y gubernativo. Pues bien, Churchill se opuso con violencia a este proyecto. Tachó a Gandhi de "despreciable faquir", afirmó que no debía realizarse con él tratativa ninguna, presentó la medida como un "odioso acto de autodegradación", señaló la oposición entre hindúes y musulmanes, y la división de la población india en castas, para demostrar que los indios eran incapaces de gobernarse a sí mismos, hizo el elogio de los "pocos miles de funcionarios británicas responsables frente al Parlamento" que habían elevado "a 350 millones de personas a un grado de cultura y a un nivel de paz, orden, higiene y progreso que nunca habrían podido conseguir o mantener por sí mismos." A la transformación de la India en dominio contrapuso la ampliación de la participación de los indios en el gobierno de las provincias. A este respecto, surgió muy claramente lo que no vacilaremos en llamar el racismo de Churchill. Su elasticidad en los problemas de la autonomía de Sudáfrica y de Irlanda había sido bastante mayor. Pero, en estos casos, se había tratado de sancionar el autogobierno de poblaciones "blancas", a las que se podría atraer nuevamente al ámbito cultural de la civilización anglosajona. Esta vez, en cambio, el problema concernía a razas distintas de la europea. El Imperio Británico podía transformarse gradualmente en una comunidad de pueblos anglosajones pero tal transformación hallaba un límite insalvable en las razas no europeas.

Estas actividades de conservadorismo extremo asumidas por Churchill explican la fama de predicador de desventuras, de Jeremías, de Casandra que había adquirido en el Parlamento británico, e indican al menos, una parte de los motivos que hicieron ineficaz su campaña contra la amenaza de la Alemania nazi.

Nada sería más falso que considerar a Churchill como un adversario del fascismo desde el principio de éste. Como hemos visto, no sólo tuvo nada que objetar contra el advenimiento, al poder del fascismo en Italia y de los regímenes filofascistas en la Europa balcánica y danubiana, sino que, en el fondo, halló en los regímenes reaccionarios de este tipo la mejor garantía contra la extensión del peligro socialista y comunista en Europa. Pero con el nacionalsocialismo la cosa fue distinta. Probablemente (como testimonian algunos de sus discursos de esos años), no escapó a Churchill el carácter consecuente del nacionalsocialismo como ideología y práctica de un movimiento tendiente a tronchar desde sus cimientos el sistema de instituciones políticas y de valores morales sobre el que se fundaba la grandeza misma del Imperio Británico. Pero el motivo fundamental de su aversión por el nazismo fue otro. Con Hitler había subido al poder, en el centro de Europa continental, una fuerza política que amenazaba con dar un peso creciente a las miras expansionistas del imperialismo alemán, contra el cual Inglaterra había creado la coalición de la primera guerra mundial. Por ello, con extremo realismo, Churchill no vaciló un momento en cambiar la dirección de su fusil. "El Imperio Británico -dijo en julio de 1934 al embajador soviético en Londres, Maisky que llevaba propuestas para una política de seguridad colectiva adoptada por la Unión Soviética después del advenimiento de Hitler al poder- es para mí el alfa y el omega. Lo que es bueno para el Imperio Británico es bueno también para mí... En 1919 estaba convencido de que el peligro más grave para el Imperio lo representaba su país, y por ende me alinié entonces contra Rusia. Hoy estoy persuadido de que el peligro más grande para el Imperio es Alemania, y por ende me alineo contra ella... Observo al mismo tiempo que Hitler se está preparando, no sólo para expandirse a nuestras expensas, sino también hacia Oriente. ¿Por qué, pues no podremos unirnos en la lucha contra el enemigo común? ... He sido y soy un adversario del comunismo, pero por la integridad del Imperio Británico estoy dispuesto a cooperar con el Soviet."

En los años fatales, durante los cuales Hitler y Mussolini fueron de agresión en agresión, formando la cadena de acontecimientos que debía llevar al estallido de la segunda guerra mundial, Churchill se mantuvo rigurosamente en la actitud que le dictaban sus principios de política imperial. Entiéndase bien que la actitud conservadora que quería limitar estrictamente este proceso a una política entre Estados, y que como tal, implicaba un explícito rechazo de todo movimiento revolucionario o popular, no decayó en Churchill en esos años de actividad libre, -separarla de su escaño de aislado diputado conservador en la Cámara de los Comunes. Tampoco fue casual que una de las pocas posiciones en política exterior del gobierno de Chamberlain, que halló su plena aprobación, fuese la aplicación reticente y sustancialmente profranquista del principio de no intervención, durante la guerra de España. Escéptico ante las reuniones de la Sociedad de Naciones, Churchill no era un pacifista ni sin defensor del principio de la indivisibilidad de la paz. Permaneció sólidamente aferrado al viejo principio del equilibrio, pero extraía todas sus consecuencias con extremo realismo. En los artículos periodísticos, en las entrevistas y, sobre todo, en los discursos de la Cámara de los Comunes, no se cansó jamás de insistir, en la amenaza del imperialismo alemán, en las necesidades militares que este hecho imponía a Gran Bretaña y en las consecuencias políticas, en lo referente a alianzas, que debían extraerse de él. Churchill había comenzado muy pronto su campaña contra el rearme alemán. "Tengo el máximo respeto y la mayor admiración por los alemanes -decía en un discurso parlamentario pronunciado en 1932, al volver de un viaje por Alemania occidental y meridional, adonde se había trasladado para reconstruir las campañas militares de su gran antepasado- y deseo intensamente que podamos vivir en términos de confianza y relaciones provechosas con ellos. Pero hago notar a la Cámara que a toda concesión hecha -y se han hecho muchas, y se harán o deberán hacerse muchas más- ha seguido inmediatamente un nuevo reclamo. El reclamo de hoy es que Alemania pueda rearmarse. No nos ilusionemos. No se ilusione el gobierno pensando que lo que pide Alemania es un estado de paridad. Todas esas filas de espléndidos jóvenes teutones que marchan por Alemania, con el deseo de sufrir por su patria brillándoles en los ojos, no piensa en un estado jurídico de igualdad. Buscan armas, y cuando las tengan, creedme, pedirán la restitución de los territorios y las colonias perdidos, y cuándo hagan su pedido, éste no dejará de sacudir, quizás hasta los cimientos, a todas las naciones del mundo."

Después de la subida de Hitler al poder esta campaña se intensificó. Cuando en 1935 Mussolini agrede a Etiopía, el alfa y el omega de su política -esto es, los intereses de la política imperial- indujeron por primera vez a Churchill a oponerse a un acto de política exterior de la Italia fascista. Todavía calificó a Mussolini de "gran hombre" y "gobernante sabio", pero criticó resueltamente que las sanciones económicas fuesen aplicadas a Italia con demasiada blandura y, sobre todo, que se hubiera rechazado la aplicación de las sanciones militares, las únicas que habrían permitido detener la agresión. En realidad, Churchill no ignoraba lo que los otros conservadores no veían o no querían ver, es decir, que la intensificación de la carrera de los armamentos, la repetición de actos agresivos y la sistemática violación de los tratados provocarían como consecuencia necesaria una guerra general aún más espantosa que la anterior. Pero los conservadores británicos, si bien no desconocían las miras agresivas de Mussolini, y de Hitler, esperaban poder frenarlas y desviarlas más allá de los límites y los intereses del Imperio inglés. No era solamente el amor por la vida tranquila o el pasivo reflejo del deseo de paz lo que impulsaba a los dirigentes conservadores del gobierno inglés, a sostener las iniciativas de los dictadores fascistas. En realidad, consideraban seguro que la amenaza del imperialismo alemán se canalizaría finalmente hacia Oriente y elegiría a la Unión Soviética como su principal objetivo. La Política de apaciguamiento nuevos peligros con métodos probados por que llevó a Chamberlain, junto con los dirigentes políticos franceses, a reconocer la anexión de Austria (marzo de 1938) y a apoyar en la conferencia de Munich (29-30 de setiembre de 1938) las pretensiones de Hitler sobre la región de los Sudetes -colocando así las bases para el desmembramiento definitivo del Estado checoslovaco- fue también la "política de manos libres en el este". Churchill se opuso decididamente a una y otra política. Son innumerables sus escritos y discursos de esos años tendientes a alertar a la clase dirigente británica, para que hiciera frente a los nuevas peligros con métodos probados por una larga experiencia. Churchill hizo una solemne y clásica reafirmación de principio de estos métodos al hablar, a fines de marzo de 1936, después de la remilitarización de Renania, ante los miembros conservadores de la comisión de Asuntos Exteriores: "Durante cuatrocientos años la política exterior de Inglaterra consistió en evitar que los Países Bajos cayesen en su oponerse a la potencia continental más fuerte, más agresiva y más prepotente, y en poder. Considerados a la luz de la historia, esos cuatro siglos de conducta coherente, entre tantos cambios de nombres y de sucesos, de circunstancias y de condiciones, deben aparecer como uno de los más notables ejemplos que puedan revelar los recuerdos de una raza, nación o pueblo. Además, en todas las ocasiones, Inglaterra eligió la línea de conducta más difícil de seguir... No me consta que se haya verificado algún cambio que pueda refutar en lo más mínimo la validez de mis deducciones. No conozco ningún hecho en el ámbito militar, político, económico o científico que pueda inducirme a considerar inferiores nuestras capacidades. No conozco razón alguna por la cual yo deba pensar que no existe para nosotros la posibilidad de seguir el mismo camino." Y seguir el mismo camino, que en el Pasado había permitido a Inglaterra oponerse con éxito a Felipe II, Luis XIV, Napoleón y Guillermo II, significaba para Churchill considerar a la Alemania de Hitler como el peligro principal, un peligro acentuado por el régimen nazi y por el moderno sistema de armamentos, y que era necesario enfrentar apelando a la Sociedad de las Naciones, la cual, uniendo a los pueblos británicos con los pueblos de otros países, lograría realizar un control sobre el agresor potencial.

Munich selló de hecho el fin de tal posibilidad, y Churchill lo señaló con una metáfora cruda y efectiva en un discurso ante la Cámara de los Comunes: "En un principio se nos prometió una libra esterlina. En el momento de la entrega se nos pidió dos, y finalmente el dictador consintió en aceptar una libra esterlina y 17 chelines y medio en moneda constante y sonante, y el resto en seguridades de buena voluntad para el futuro ... Y no crean que esto será el fin. Esto es sólo el principio de la rendición de cuentas. Sólo es el primer ensayo, el primer sorbo de un cáliz amargo que se nos presentará nuevamente en los años venideros, a menos que, con un sacudón supremo de nuestra energía moral, de nuestro vigor guerrero, podamos resurgir y luchar otra vez por la libertad, como en los viejos tiempos." La hora del sacudón pareció llegar cuando Hitler, en violación de los acuerdos de Munich, ocupó Praga y puso fin a la existencia de Checoslovaquia (15 de marzo de 1939). Fue como si la clase dirigente y la opinión pública de Gran Bretaña hubieran recibido un latigazo a su orgullo. Sin embargo, el sistema de contraseguros creados a partir de ese momento por la diplomacia inglesa, primero en las conversaciones con Polonia, luego con todos los otros Estados amenazados por una potencial agresión alemana, no sólo chocó con los cien vínculos económicos que por entonces unían a Inglaterra con Alemania (en los mismos días de la ocupación de Praga, Inglaterra suscribió un acuerdo financiero con Alemania para resolver la escasez de divisas de ésta, que eran esenciales para la política de rearme y de expansión de Hitler). La cuestión política decisiva era la alianza entre Inglaterra y Francia con la Unión Soviética como base de un alineamiento de fuerzas capaz de contener los planes del imperialismo alemán. Churchill luchó sin tregua para que se admitiera a la Unión Soviética en la alianza, en un pie de igualdad, y para que se otorgaran las garantías que la misma pedía en el curso de las negociaciones. Pero Chamberlain y sus colaboradores eran públicamente adversos a tal alianza, o pretendían fijar sus modos y formas de manera que, para utilizar una feliz imagen del historiador inglés A. J. P. Taylor, pudieran regular la ayuda rusa con una canilla que fuera posible abrir o cerrar a voluntad. La Unión Soviética, deliberadamente excluida de Munich, no podía extraer del pasado fe alguna en tal perspectiva, mientras veía en su futuro concentrarse la amenaza de una guerra en dos frentes, contra Alemania y contra Japón, ya unidos por un pacto claramente antisoviético y anticomunista, a la par que las potencias occidentales, en el mejor de los casos, permanecían sin preparación o se empeñaban desganadamente en la lucha.

En medio del naufragio de una política de seguridad colectiva, mientras en el verano de 1939 se entrecruzaban las negociaciones entre todos los Estados, ya flojas, o agitadas, Stalin, cuya personalidad política no lo llevaba a dejar en manos de otros las canillas de su propia casa, aceptó la propuesta de Hitler y suscribió el 23 de agosto de 1939 un pacto de no agresión. El 1º de septiembre de 1939 las tropas alemanas invadieron Polonia, e Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania para mantener la fe en la palabra empeñada, pese a que, todavía, no supieron o no quisieron concretarla en una acción militar eficaz.

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