Efemérides Venezolanas
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Jueves, 19 de Septiembre de 2013
Margareeta
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Winston Leonard Spencer Churchill: ¿El más Grande en el más gran drama?

   

En el coro casi unívoco de elogios y de valoraciones positivas que tanto en Inglaterra como en el resto del mundo acompañó en el mes de enero de 1965 el transporte de los restos mortales de Winston Churchill a su última morada, adquirió notable relevancia el juicio expresado por el general De Gaulle: "Dans le plus grand drame le plus grand" (el más grande en el más gran drama). Juicio fundado en una concepción heroica de la historia, propia de quien lo ha pronunciado, y que habría agradado indudablemente el gusto intelectual de Churchill antes aun que complacerlo personalmente. La claridad política del estadista británico, demuestra que para llevar a cabo este cometido, para recibir este elogio, se había preparado cuidadosamente.

Es cierto que Churchill se sustrajo al destino que en los respectivos países afectó a Roosevelt y a Stalin, y ha hecho de éstos los principales imputados de un proceso encaminado a verificar las responsabilidades de las dificultades de la paz o de las fases negativas de la guerra. Su fama de condottiero de la segunda guerra mundial no ha sido ensombrecida ni discutida hasta el presente en Inglaterra. ¿Pero bastan estos hechos para legitimar el juicio de De Gaulle?.

En realidad, cuando se sale del ámbito nacional o de la concepción "heroica" de la historia, ese juicio no puede dejar de suscitar las más amplias reservas y las mayores perplejidades. Porque la segunda guerra mundial no fue simplemente una guerra en términos cuantitativos, más importante que la que la precedió veinte años atrás: no sólo participó en ella un número casi doble de Estados y el espantoso balance de la carnicería pasó de los 10 millones de 1914-1918 a los 50 millones de 1939-1945. También cualitativamente la segunda guerra mundial presentó numerosos aspectos nuevos. La continuidad de la dirección política y militar en las manos de fuertes personalidades, fue sin duda una de sus características más destacadas, pero no fue menos importante la participación de masas no ya pacientes y sufrientes, sino conscientes y activas. Es entre los anónimos protagonistas de estas filas de nuevos combatientes, entre los judíos del ghetto de Varsovia o los guerrilleros yugoslavos, entre los deportados de Buchenwald o entre los condenados al exterminio de Auschwiz, donde Churchill puede encontrar las rivales capaces de disputarle la definición que De Gaulle forjó para él. Porque fueron precisamente estas fuerzas nuevas, emergidas y dramáticamente maduradas durante la segunda guerra mundial, las que Churchill en efecto, estuvo lejos de comprender y apreciar. El carácter y el límite de su realismo político consistieron precisamente en esto. Sabía dirigirse al democratismo de Roosevelt aun cuando no comprendiera sus razones más profundas. Con el jefe del Estado socialista, con Stalin, el heredero del "Gran Renegador", supo entenderse en muchas ocasiones y, aun en medio de una profunda desconfianza recíproca, tuvo algunos momentos de mutua sinceridad. Churchill no era insensible a las ideas hondamente divergentes de las propias, por más que tuvieran un origen revolucionario que había combatido; pero debían encarnarse en fuerza, en poder, haber superado la muralla del sonido de la difícil y combatida afirmación. Pero contra los pueblos, contra los grupos sociales y los movimientos políticos que por una razón u otra no hubieran llegado a ese nivel y conservaran un carácter "subalterno", Churchill demostró una incomprensión y una aversión que tienen pocos antecedentes en la historia de nuestro siglo: los movimientos de resistencia de la segunda guerra mundial lo experimentaron no menos de lo que lo conocieron los obreros ingleses o los pueblos del Imperio Británico. Por cierto, el Churchill que sobrevivió a la segunda guerra mundial pareció intuir que el mundo había cambiado profundamente y dio pruebas de querer hacer frente a estas transformaciones con energía y con espíritu de iniciativa. Si en la política interna volvió a los matices del antisocialismo más encendido, difamando a los administradores laboristas que durante cinco años habían colaborado con él, como los importadores de un Estado que habría constituido el plagio del "Estado de la Gestapo", en política internacional sus iniciativas tuvieron una repercusión y una consistencia superiores. La línea de política internacional de Churchill en la posguerra se movió entre el discurso de Fulton (1946) y la apelación a una reunión cumbre entre los jefes de las grandes potencias (1953), señalando así prácticamente el comienzo de la "guerra fría" y el principio de su fin.

Pero la política delineada en Fulton con el llamado a la jefatura del mundo anglosajón que implicaba, no chocaba solamente "contra la cortina de hierro" que había bajado de Stettin a Trieste y del otro lado de la cual comenzaba, en las capitales de los Estados ex satélites del imperialismo occidental, una dramática e irreversible transformación social y política. Pero nunca como en aquel momento, tal manifiesto estaba destinado al fracaso ante un emerger de pueblos de todos los continentes que trataban de extraer de la guerra la lección de la historia reciente y lejana, y que no podían admitir pasivamente una restauración -cualquiera fuera el disfraz con que se presentara- del equilibrio de las grandes potencias, vuelto más peligroso ahora por la intimidación y el terror atómicos. El mismo Churchill que en 1953 se hizo fautor de una reunión de máximo nivel entre los jefes de las grandes potencias, ¿llegó a la conciencia de que la iniciativa lanzada por 61 siete años antes había contribuido a liberar fuerzas imprevistas e incontroladas, que amenazaban arrastrar a la humanidad a una nueva y grande conflagración, susceptible esta vez de destruir las raíces mismas de la civilización? Parece que puede excluirse que Churchill hubiera llegado de pronto a la plena comprensión de las características de los nuevos tiempos y de las necesidades que surgían en la política internacional: la "coexistencia pacífica" exige una reglamentación de las relaciones entre los Estados de diferente régimen político y social que implica necesariamente, a breve o largo plazo, la disolución de los imperios y la posibilidad de todos los pueblos de la tierra de convertirse en artífices de sus propios destinos. Pero no era para esto que Churchill, había luchado durante tanto tiempo. Más probablemente, su iniciativa fue iluminada por la amarga conciencia de que la causa por la cual él había combatido durante más de medio siglo era minada por todas partes, tanto por los aliados con los cuales había tratado de trabar la solidaridad más estrecha como por los adversarios tradicionales. Quizás la inspiró también la esperanza de volver a encontrar el espacio y la dignidad para una política que había dejado de tener a su disposición todas las letras del alfabeto, con una iniciativa que solo podía sorprender a quien no había captado la singular contradicción de este estadista, verdaderamente grande sólo en tiempo de guerra, y dotado sin embargo de una extraordinaria sensibilidad para las consecuencias que han engendrado de tanto en tanto. Pero, iniciada paradójicamente por Churchill, la fase de la "distensión" escapó muy pronto de su control y tomó otras direcciones para abarcar problemas que ya no eran más, reducibles únicamente al vicio equilibrio europeo. Entonces, antes de presidir la desintegración del Imperio, cuyo ocaso había alcanzado a iluminar a veces de un vivo esplendor, Churchill prefirió abandonar el poder para volver a recorrer en el recuerdo las etapas de una historia gloriosa.

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