Efemérides Venezolanas
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Jueves, 19 de Septiembre de 2013
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CarloMagno: El Hombre, El Príncipe

   

Los contemporáneos de Carlomagno, al crear la leyenda, tuvieron plena conciencia de los méritos excepcionales del hombre extraordinario que había dirigido sus destinos. Si su gloria la debe a la leyenda, la verdad histórica también ha hecho su parte. Después dé todo lo que se ha dicho, tenemos el derecho de preguntamos cómo hallaremos, a través de esa leyenda o fuera de ella, el medio de conocer al personaje auténtico y su verdadera actividad y jerarquía. Hemos encontrado documentos en número y calidad tales como para permitir a nuestra crítica -aguda y prudente- penetrar en el verdadero Carlos, en su Corte, en sus acciones y en la influencia que ejerció. Nuestras fuentes proceden ante todo de la "Vita Caroli" (Vida de Carlos) de Eginardo, educado en la corte de Carlomagno e importante personaje bajo el reinado de Ludovico el Pío, o el Bueno; por lo tanto, en inmejorables condiciones para disponer de una notable, información sobre la vida del emperador. Y también de los "Anales Reales", texto historiográfico oficial debido a los clérigos de la Capilla Palatina, conciso, suficientemente exacto, pero que calla la verdad cuando ésta es desagradable.

 

Carlos nació seguramente en el año 742, antes del matrimonio de Pepino y de la reina Bertrada, la Berta de los grandes pies de las canciones de gesta, perteneciente también a la familia merovingia. Eginardo nos dice: "de su nacimiento, de sus primeros años, y aun de su infancia, sería absurdo que yo quisiera hablar porque ningún autor lo trata y no se encuentra hoy a nadie que se diga informado de este período de su vida". De talla imponente, ancho el rostro, la nuca redonda, el vientre prominente, los ojos vivaces y un temperamento jovial, alto el timbre de voz, aparecía locuaz, hábil en el hablar, deseoso de hacerse oír y a veces incansable, gustaba vivir en compañía. Optimista y emprendedor, estimulaba a quienes lo rodeaban en las empresas comunes.

Robusto y fuerte, mantenía su vigor gracias a la práctica continua de los ejercicios físicos. Le gustaba la natación, en la que sobresalía; se dedicaba a la equitación, pero su gran pasión era la caza: seguir la presa, en cuanto tenía tiempo disponible, en las Ardenas, los Vosgos, la Baviera o el Böhmerwald; con este fin los bosques reales eran inmensos y estaban sujetos a un régimen de control y vigilancia muy severos. Su vivacidad es el signo evidente de su excelente salud, y testimonio de su desenvoltura, la rapidez y la multiplicidad de sus traslados: por agua, por rutas difíciles o simples sendas, va de Colonia -en el centro de Sajonia- a través del Mosela y del Rin, de Thionville a Nimega; corre de Worms a Salzburgo, de Maguncia y Aquisgrán a Ravena y a Roma, a través de los desfiladeros de los Alpes y hacia la Italia del sur. La primavera lo ve partir para la guerra y los viajes lejanos. Durante el invierno -de Navidad a Pascua y en sus palacios o en sus residencias campestres- trabaja, administra justicia, da audiencia, conversa con los amigos, asiste cada día a misa; finalmente muestra; gran apetito, pero no se excede en el beber. En el vestir es simple, como fue costumbre entre los francos, salvo en los casos de audiencia y de fiestas, en que la conveniencia lo muestra en todo el esplendor de su poder y magnificencia.

 

Esta era, según la tradición franca, la vida de un jefe de clan; parientes y domésticos formaban su familia. Habiendo contraído matrimonio, sancionado por la Iglesia, pensaba -según la antigua ley germánica- que debía gobernar su casa como mejor le pareciese: era algo privado sobre lo cual la Iglesia no podía pronunciarse. Al lado del matrimonio cristiano, existía el matrimonio germánico, mucho menos convencional y los hijos nacidos de él, tenían los mismos derechos que aquellos nacidos del matrimonio religioso.

De su primer enlace con Imiltrude, tuvo un hijo que llamó Pepino. Por motivos políticos y para reconciliarse con los lombardos, repudió a Imiltrude para desposar a la hija del rey Desiderio, repudiada a su vez cuando una nueva situación política así se lo exigió. Desposó entonces a Ildegarda, de una noble familia de Suabia, de la cual tuvo numerosos hijos; a la muerte de ésta contrajo otro enlace con Falstrada y, luego de su muerte, con Liutgarda. Durante estos matrimonios, se sucedían amantes y concubinas, cuyos hijos eran considerados de noble cuna.- El emperador gustaba sentirse el patriarca de una gran familia. La administración y todos los problemas políticos eran mantenidos fuera de la vida familiar. Volcaba su afecto sobre los lujos y los nietos, vigilaba de cerca su educación y no quería separarse de ellos; "diciendo que no podía prescindir de su compañía", cerraba los ojos sobre sus amores clandestinos.

 

Es necesario hacer notar que durante su reinado Carlomagno no depuso casi nunca las armas. En cuarenta y siete años, se cuentan no menos de cuarenta y tres expediciones militares, conducidas por el emperador en persona o por sus lugartenientes; sin embargo, sería erróneo pensar que en él predomina el hombre de armas. Sabemos poco de su propia instrucción: evidentemente fue descuidada, pero él tuvo perfecta conciencia de lo que necesitaba para cubrir esas lagunas y se aplicó tesoneramente a ello. "Su lengua nacional (el franco es dialecto germánico) no le bastaba", nos dice Eginardo, "y se aplicó al estudio de las lenguas extranjeras y aprendió tan bien el latín que se expresaba indiferentemente en esta lengua o en su lengua materna. No era lo mismo con el griego, que comprendía mejor de lo que lo hablaba." Ávido de vida física e intelectual, declaraba "que se debe dar gracias a Dios con el corazón y con la boca, y realizar sin descanso obras buenas". Pensaba que era cristiano en todo el sentido de la palabra, pero a semejanza de su clero, en realidad lo era con las limitaciones de la piedad popular de los francos. Veneraba el culto de las reliquias -que coleccionaba en su tesoro- y desconfiaba del culto de los santos recientes e inciertos, mientras que le complacía la peregrinación hacia los sepulcros de los grandes. Sus expediciones a Roma fueron también peregrinación: se comprometió con Adriano I y León III a un pacto religioso -especie de adopción espiritual de parte del sucesor de Pedro- que era al mismo tiempo un modo de entrar en la "familia" del santo. Frecuentaba la iglesia varias veces al día y ponía atención en las ceremonias; respetaba el lugar.

Hacía donaciones a las iglesias, socorría a los cristianos necesitados, incluso a los que se encontraban fuera de las fronteras de su imperio; enviaba dinero a Roma. Sin pretender llegar a las altas cimas de una experiencia espiritual, se preocupaba por preparar la salvación de su alma en la misma forma que organizaba su reino, y si la amenaza de una posible adversidad para el imperio podía leerse en las estrellas, más claramente que en otra parte, esperaba que se observara el misterio de las estrellas con la mayor atención.

 

Junto con su interés por la astronomía, estudiaba con mucha aplicación las Escrituras, pidiendo a los eruditos la explicación de los textos de los Padres, pasajes de los Evangelios y de las Epístolas. Supo rodearse de hombres de ciencia dotados de dúctil inteligencia, de espíritu investigador y de una extraordinaria actividad, como Alcuino -del cual aprendió ese celo excepcional y esa perseverancia en instruírse que hacían que utilizara todo momento de reposo y de insomnio para el estudio y se dedicara durante las comidas a escuchar la lectura de libros, en particular La Ciudad de Dios y otras obras de San Agustín.

Personaje equilibrado, dueño de su persona, capaz de atraerse a parientes y amigos, de espíritu curioso y delicado, acogedor, poseído de su misión de príncipe, juez y responsable, dedicado, según su concepción del poder, a llevar adelante su plan de gobierno.

 

Heredero legítimo de los merovingios, es el jefe absoluto del reino de los francos y nadie tiene derecho "a oponerse a su voluntad y a sus órdenes". Pretende -siguiendo el ejemplo de los merovingios- que sus súbditos se unan a él con un juramento de fidelidad. Es el legislador y el juez supremo, decide sobre la paz y la guerra, manda el ejército, nombra -y depone a los funcionarios.

Transformado en rey con el santo óleo conferido por Esteban II en la Abadía de San Dionisio, es el ungido del Señor.

 

Su soberanía está así consagrada, su poder viene de Dios y él es realmente "rey de los francos por la gracia de Dios". Uno de sus contemporáneos, Smaragdo, no duda en decir: "Cuando Dios esparció sobre su cabeza el óleo santo, lo hizo rey del pueblo de la tierra y el heredero de su hijo en el cielo." No se trataba a los ojos de Carlomagno de una simple teoría; su piedad es profunda y declara al papa León III que su misión es fortalecer a la Iglesia con el conocimiento de la fe católica. En esa época, exaltar y defender la Iglesia no significa solamente glorificarla y protegerla contra los inspiradores de doctrinas impías, con medidas legislativas o administrativas: es más bien "defenderla con las armas contra las incursiones de los paganos y la devastación de los infieles" y esperar, con la ayuda de Dios, que "el pueblo cristiano lleve a todas partes la victoria sobre los enemigos de su santo nombre y el nombre de Nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en el mundo entero", como lo afirma expresamente Carlomagno en una carta a Alcuino. En otros términos, es hacer la guerra para proteger la cristiandad y extender, si es posible, el propio dominio. En efecto, las empresas militares cuyo carácter religioso parece indiscutible -como las dirigidas contra los sajones y los ávaros- fueron promovidas también para garantizar la seguridad del reino contra las naciones limítrofes establecidas en fronteras mal definidas.

Por otra parte, la literatura pontificio intervenía para incitarlos a la conquista. Pablo I, como Esteban II no titubearon en augurarles que "el ángel del poder guerrero prosternaría a todos los adversarios a sus pies", y que Dios les concedería el triunfo sobre todas las naciones".

 

Carlomagno, para quien la fidelidad al Estado franco se confundía con la fidelidad a Dios, puso en esta causa -conforme a su concepción del poder- una energía y un vigor quizás excesivos. No fue su habitual dulzura, sino la fe religiosa reforzada con una lógica implacable, la que lo llevó a proceder sin piedad. De nada valieron, en esta situación, los consejos de moderación, no sólo del Papa, sino de sus mejores amigos, como Alcuino. De la guerra que quiere defender la religión a aquella que quiere imponerla, no hay más que un paso.
Al igual que Paulino de Aquilea, Carlomagno ve en los vencidos a los hombres que, regenerados "con el agua del bautismo, entrarán en el seno de nuestra Madre Iglesia. Creyendo castigar, con las leyes divinas y humanas, las continuas infracciones a los mandatos de la fe, llega a cometer, bajo una apariencia legal, actos de fría crueldad. Sus guerras, fragmentos de una gigantesca epopeya, asumen bajo algunos aspectos carácter de cruzada. Carlos aparece rodeado de oficiales y soldados e incluso de obispos, sacerdotes y monjes. En la víspera de los ataques o de las invasiones se celebran misas, letanías, salmos, ayunos y plegarias, y se hacen traer -por ejemplo en el año 791 contra los ávaros- las santas reliquias para obtener "la salvación del ejército, la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo y la victoria"; tal es su orden.

Por lo tanto, es lícito sonreírse cuando los contemporáneos lo llaman pío, dulce, clemente y pacífico, frente a esta guerra continua y terrible; pero su pueblo no se engaña: sabe que el fin de Carlomagno es establecer y mantener la paz, y alcanzar la unión entre sus súbditos.

 

En sus palabras, en sus escritos, Carlos repite continuamente que las viudas, los huérfanos, los pobres, todos los que están bajo la protección de Dios y su patronato, deben tener la paz, la justa paz.
Soberano absoluto, conocedor de sus derechos y de sus deberes, su carácter, su cultura, lo elevado de sus miras, le confieren una personalidad de excepción. Su ubicación en el tiempo está tan claramente delineada que no se exagera diciendo que con este príncipe la Edad Media se divide en dos períodos: desde la caída del Imperio romano y su absorción por el Imperio bizantino a la proclamación del Imperio de Carlomagno, y de esta proclamación, hasta el Renacimiento del siglo XVI.

Antes y después de su paso por el mundo, el Occidente Político, el concepto y el ejercicio del gobierno y de la administración, la economía, la Iglesia, el ejército y la guerra, la vida cultural: todo asume una nueva imagen.

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